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Pero he recordado una anécdota que me gustaría compartir con ustedes. Y así de paso espanto un fantasma.
Es una historia de la niñez y seré muy breve, ha llovido mucho y el chubasquero me lo dejé en casa. En primer curso de la EGB la profesora de manualidades (sin tocamientos) enseñó a toda la clase como hacer un barquito de papel, a través de la clásica técnica de la papiroflexia o cocotología. Paso a paso íbamos doblando aquella hoja siguiendo las indicaciones de nuestra generosa y comprensiva profe. Transcurrido un buen rato nuestra señorita, por cierto se llamaba Nancy, terminó el barco y aunque sus indicaciones eran cálidas y cariñosas solamente los más listos del lugar, los/las de la primera fila, terminaron a la par el barco. Se llevaron una buena nota.
Qué pronto nos inculcan la importancia de las notas.
Algunos nos quedamos rezagados, no lo teníamos muy claro, coño puto barco papirofléxico. En algún lugar nos habíamos atascado, yo me daba cuenta de que esa especie de extraño cuadrado que tenía entre manos no se parecía en nada al maldito barquito. Seguramente en algún paso en vez de fijarme en las indicaciones de la profe estaría fijándome en el escote. No me acuerdo ya.
Pero sí que recuerdo que en mi desesperación sudorípara volví la vista y clavé las córneas en el compañero de al lado, José Luis, un muchacho fornido y bonachón al que todavía hoy saludo, que tenía entre sus manos algo con mucha mejor pinta. Pensé… ¡qué tío casi lo tiene hecho!, ¿no?. ¡Sí!. Así que le susurré… «¡hey Pepillo, te lo cambio!».
Al principio no quería cambiarlo. Él tenía algo cuya forma recordaba ciertamente a un barco y yo tenía un extraño cuadrado entre manos. Al final, me saltaré detalles, intercambiamos nuestras obras.
La profesora paseaba de mesa en mesa para ver el estado de nuestras obras papirofléxicas. Al llegar a la mesa de José Luis le dijo: «Pepillo, está perfecto, no tienes más que hacer así (movimiento papirofléxico) y aquí tienes tu barco». No podía creerlo, solamente había que efectuar el último movimiento deslizante a los lados desde una esquina para que aflorara el puto barco. Al llegar a mi mesa miró muy extrañada lo que tenía encima. El «trabajo» papirofléxico de José Luis.
Estaba tan mal que tuve que quedarme por la tarde después de clase a hacerlo de nuevo.
Efectivamente amigos, hay que confiar más en uno mismo.