De camino al colegio habíamos pasado por delante del único salón recreativo de toda la comarca. Al ser nosotros unos críos, nunca deberían habernos dejado entrar, pero eran tiempos duros como para impedirle la entrada a nadie, menos aún a unos niños con los bolsillos llenos de monedas. Algunos de nosotros teníamos algo de dinero que nuestros padres nos pagaban a cambio de trabajos y recados. Los menos, incluso tenían unos ingresos extra vendiendo lo afanado en tiendas de ultramarinos y droguerías. Ahorrábamos todo lo que podíamos y nos lo gastábamos en las recreativas. Sonará infantil, pero es lo que éramos. Apenas adolescentes, ni siquiera mirábamos a las niñas de esa otra manera con la que los tíos del instituto se fijaban en nuestras hermanas mayores.
Cada vez que algún padre furioso iba a sacar a su hijo de aquel tugurio, Esteban, el propietario de la sala, siempre se encogía de hombros y levantaba sus brazos mostrando las palmas de las manos como diciendo: así es la vida, amigo. Cien metros cuadrados poco iluminados que olían demasiado a tabaco, demasiado a alcohol, demasiado a una parte de la vida que ningún padre desea que su hijo conozca, a ser posible, nunca.
La furgoneta de reparto estaba aparcada delante del local y eso sólo podía significar que llegaba una máquina nueva. Lo que no dejaba de ser todo un acontecimiento entre los muchachos. Sabíamos que de la furgoneta se encargaba un sobrino de Esteban, al que llamaban “El tubos” y al que, por regla general, nunca se le veía antes del mediodía. El sobrenombre le venía de su afición a trucar tubos de escape de motocicletas. Afición que todo el pueblo consideraba que debía acabar por la vía rápida. Aunque parecía que haría carrera como mecánico, al final resultó que a lo máximo que aspiraba en la vida era a ser conocido por su apodo y que le invitaran a copas los chavales que tenían una Derbi Variant. Hay gente a la que, sencillamente, no la puedes alejar de su pequeño lugar en el mundo.
Si aquella mañana “El tubos” estaba allí, con sus guantes de lana cortados y los dedos al aire, era porque Esteban quería que nosotros, camino del colegio, viéramos que llegaba una recreativa nueva. Sabía de sobras que para la hora del patio no habría niño en todo el pueblo que no supiera la noticia y estuviera jugando nerviosamente con algunas monedas en el bolsillo de los pantalones durante todas las clases del día esperando la hora de salir.
Apoyado en la puerta del bar de al lado, que contenía la parroquia habitual formada en su mayoría por operarios de la fábrica de sanitarios que había cerca de las vías del ferrocarril, estaba “El Apache”. Pocos sabían que se llamaba Vicente. Yo sí, había estado en su casa jugando con una Intellivision. Mi madre hubiera muerto en el acto de haberse enterado. “El Apache” tenía la piel morena y no hablaba mucho, pero su mote era consecuencia del lugar donde vivía. Dos hermanos y una madre adicta a los tranquilizantes formaban su particular familia. Vivían en una casa de una planta, en un barrio dos peldaños por debajo de lo que se consideraría barato, un conjunto de casas levantadas ilegalmente en un terreno estéril que se encontraba cerca de un triste riachuelo donde los yonkis iban a pincharse. A medida que el pueblo fue creciendo, la distancia hasta aquel asentamiento se redujo. Hoy forma parte del casco urbano de pleno derecho y las casas bajas casi no existen, pero en 1990 aquello era el Oeste, la última frontera, territorio indio.
Y el jefe era “El Apache”.
Aquella mañana la pasaba en el bar vendiendo algo de coca a los de la cadena de montaje, bastante hachís y un poco de heroína, que empezaba a pegar muy fuerte entre los jóvenes con dinero para quemar. Por culpa de ella, esa misma tarde le darían una paliza que casi lo mata y que lo retiró del negocio para siempre. Las cosas empezaron a cambiar ese día, aunque ninguno de nosotros podía saberlo.
Mientras miraba cómo descargaban la máquina, yo no dejaba de fijarme en “El Apache”, él me vio e hizo un pequeño gesto con la barbilla hacia mí. Aquello era un saludo, lo sabía yo, lo sabía él y lo sabían los que iban conmigo. Esa mañana todos teníamos motivos para estar contentos.
Diría que recuerdo algo de las clases de aquel día, pero ya sabemos todos que sería mentira. Por el contrario, tengo almacenadas una cantidad increíble de tonterías y estupideces que hicimos y dijimos entre todos durante aquellos años, no necesariamente los más felices de mi vida, pero si lo suficientemente despreocupados como para pensar en ellos como un sitio seguro y acogedor.
La hora del patio siempre se dividía entre jugar a lucha libre o bien hablar sobre ella, sobretodo los lisiados y magullados de anteriores combates. En algún momento durante esta etapa, pasé mucho más tiempo lesionado que jugando, probablemente, todos mis dolores de espalda provienen de aquella época, donde un chaval de cuarenta kilos podía caerte entre la L3 y la L4 y dejarte sin sensibilidad en las piernas durante un buen rato.
Cada uno tenía su estilo, copiado en mayor o menor medida de sus luchadores favoritos. Por supuesto siempre había problemas a la hora de montar combates, qué haces cuando hay cinco Hulk Hogan, tres Últimos Guerreros y dos Jim “Estaca” Duggan. En fin, durante un breve espacio de tiempo no era difícil ver combates entre dos Hulk Hogan, hasta que alguien puso cordura a aquello y pasamos a elegir al azar nuestro personaje en el ring.
Era Daniel el que estaba al mando, gesticulando a todo trapo y subiéndose constantemente los pantalones que se le escurrían caderas abajo. El chico ya parecía un rapero de la costa oeste antes de que los raperos supieran que EEUU tenía costa oeste. Siempre dirigía el juego, nunca le vi tomar la iniciativa en nada más, pero si se necesitaba un maestro de ceremonias, él era el apropiado. Nuestro juego, sus reglas. Nadie lo discutía, nadie las desobedecía. En parte aceptábamos ese status quo porque Daniel era más grande, más fuerte y con más determinación. Existía esa autoridad de macho alfa, pero no se puede vivir siempre con miedo, así que admitiré también que nos encantaba que nos organizara. Lo hacía todo más fácil, ya sabes, cuando alguien toma las decisiones importantes por ti. Él era nuestro Don King, aunque nunca nos robó dinero, de eso se encargaba su hermano gemelo: Samuel.
Como cuadrilátero usábamos unas cuerdas amarradas a tres árboles, para el cuarto poste siempre se ponía el que hubiera perdido más combates. Así que a la humillación de ser el tirillas del grupo, además se le unía la vergonzosa tarea de verse sujeto por cuatro cuerdas de saltar a la comba. Sí, eran días donde unos niños podían comprar cuerdas de saltar a la comba sin que nadie los llamase maricas. Suena raro, pero yo estuve allí y claro que había unos cuantos maricas con nosotros, pero estaban demasiado ocupados luchando por ser el capitán del equipo de futbol para contentar a sus padres, los cuales no cesaban de repetirles lo alto que debían volar, cuantas esperanzas habían depositado en ellos, cuantos nietos debían darles y mierdas motivadoras del estilo. Por suerte, no tuvimos ningún suicidio, eso nos hubiera jodido de por vida, éramos críos, pero no idiotas y ya sabíamos que en casa de cada uno podían pasar cosas que era mejor no mencionar.
La pareja de Sacamantecas también eran bastante populares y acabaron destronando a otros como Macho Man y Terremoto. También es cierto que, a medida que progresábamos en la recreativa WWF Superstars, íbamos aprendiendo a querer a ciertos outsiders. Por ejemplo, yo era fan irredento de Honky Tonk Man, por un lado porque me molaba pensar que Elvis podría no haber muerto y estar dedicándose a darse de ostias contra otros tíos en Las Vegas. Por el otro, en el videojuego, la patada de Honky Tonk era un golpe tremendo, te permitía atacar a distancia e ir desgastando a tu oponente hasta conseguir sacarlo de quicio y provocar que cometiera errores. Que luego me enterara de que es el luchador que más tiempo ha retenido el cinturón de campeón no hizo más que acrecentar mi admiración. Si encima le sumamos que era más bien de carácter laxo interpretando las normas, entonces yo ya tenía combo ganador.
A otros les gustaba el Poli Loco, aunque era sobretodo porque en la recreativa, con este personaje, podías hacer un truco que atrapaba a tu rival contra las cuerdas de tal modo que podías ganar al agotarse el tiempo y tener más energía que él. Aparte de eso, siempre había alguien que traía una porra de juguete y unas gafas de aviador de plástico para mejorar la puesta en escena, pero a la primera tollina, todo el atrezo se venía abajo.
La lista de personajes del videojuego era corta, pero impactante, allí estaban: André el Gigante, El Hombre del millón de dólares, Hulk Hogan, El Último Guerrero, Macho Man, el Poli Loco, Honky Tonk y Jim “Estaca” Duggan. Entre esa máquina y la de las Tortugas Ninja tuvimos unos seis meses de locura total. Las dos estaban puestas una al lado de la otra y una cosa que las hacía especiales era que tenían asientos. Las pantallas estaban más bajas de lo habitual, por supuesto, pero no jugabas de pie, no tenías que pasar el peso de una pierna a la otra después de un buen rato, sencillamente te acomodabas en tu asiento, ponías una moneda, cogías los mandos y no los soltabas hasta que te vencían o venía un gitano.
No recuerdo el año que la máquina llegó al salón, pero recuerdo que ponía Technos en el lateral y eso sólo ya me ponía el vello de punta. Esos tíos habían hecho el Double Dragon. A mí me parecían unos genios del mamporro y estaba dispuesto a gastarme todo el dinero que mis padres ganaran para jugar con sus juegos. De hecho, descubrí bastante pronto que Billy Lee, el prota de Double Dragon, era uno de los personajes que se ven animando entre el público. Es el único que pide sangre mientras los demás permanecen en sus asientos.
Era la primera vez que veíamos algo con la licencia de la WWF que mereciera la pena jugar, sabíamos que existía un juego para NES, pero vamos, que aquello no tenía color. Si bien sólo podíamos elegir entre seis jugadores de los ocho (la pareja final siempre era André y el Hombre del millón de dólares), para nosotros era más que suficiente. Es cierto que faltaban otros luchadores y que los campeones del momento no aparecían, pero poner a un gigante y a un tipo odioso que siempre ganaba porque tenía más dinero que los demás (su guardaespaldas iba a todos lados con un maletín) era justo la clase de incentivo que necesitan unos chavales de barrio obrero para pensar que estaban combatiendo contra el capitalismo. No me invento ahora el subtexto de nuestras partidas, es que era así.
Constantemente teníamos ejemplos a nuestro alrededor de lo guay que era ser un puto yuppie de los ochenta, con dinero, coches, rubias de pelo cardado y trajes caros. Esa gente era el enemigo y ninguna batalla parecía insignificante, ni siquiera jugando a videojuegos en un salón recreativo decrépito, en un pueblo insignificante, cerca de una ciudad mediocre, rodeados por yonkis y teniendo que aguantar las carcajadas cuando leíamos Winner’s don´t use drugs en la pantalla de la máquina. Joder y tanto que se usaban drogas, a todas horas, por todas partes, la diferencia es que si tenías que pincharte en un brazo bajo un puente, entonces eras un fracasado, una escoria, un desecho social que merecía el desprecio de sus conciudadanos, pero si te podías pagar un Porsche, entonces amigos, podías esnifar cocaína de los pechos de la mujer del alcalde en la Plaza Mayor y la gente te aplaudía.
Además de los luchadores también aparecían otros personajes no luchadores, como por ejemplo Virgil, el guardaespaldas de Ted DiBiase «El hombre del millón de dólares», o también Miss Elizabeth, una manager de wrestling, fuese lo que fuese aquello, que tuvo sus más y sus menos representado a Macho Man. El teatrillo que había alrededor del cuadrilátero también era un tema de discusión entre nosotros, siempre había quien se lo tomaba muy en serio, muy a lo culebrón venezolano y los que, como yo, sólo veíamos motivos legítimos para enseñar tías buenas en la tele. Si en aquel momento me hablan de lucha libre en el barro, las hormonas me hubieran reventado mis inmaculadas pelotas.
La idea era sencilla: dos parejas se enfrentaban en el ring, un jugador luchaba (el legal lo llamaban) y el otro esperaba detrás de las cuerdas a que le dieran paso. Ese darle paso, consistía en que el jugador legal debía chocar su mano con el jugador de detrás de las cuerdas (el ilegal). Cuántos momentos de tensión vividos a costa de luchadores que sucumbían en el último momento a escasos centímetros de darle el relevo a su compañero, madre mía, eso sí era suspense. Adicionalmente a la cuenta de tres del árbitro que empezaba cuando uno de los luchadores tenía inmovilizado al adversario con la espalda contra el suelo, también existía una cuenta mucho más interesante que empezaba cuando se salía del ring. La cuenta era de veinte segundos y los luchadores legales que se encontraran al acabar la cuenta fuera del cuadrilátero, eran descalificados, bueno, ellos y su pareja. La gracia del asunto era que al salir del ring uno podía empezar a golpearse con mesas y sillas, lanzar a sus adversarios contra las vallas de protección y dedicarse en definitiva a hacer el cafre con una única regla en mente: sube antes de que se acabe el tiempo.
El juego empezaba en New York y dado que teníamos cuatro combates ante nosotros antes de proclamarnos campeones, era necesario vigilar muy bien la barra de vida, esta no se regeneraba al empezar cada combate, sino que con lo que acababas uno te presentabas en el siguiente, a menos que metieras más monedas, claro está. Aquí la cuestión siempre fue hasta que punto era legal que alguien a punto de ser eliminado pudiera recuperar vida echando monedas. Quizás no suene importante, pero en aquel momento aquello era un Tribunal Internacional en toda regla. Si te iba mal el combate, tenias que aguantarte y dejar tu sitio en la máquina al siguiente de la fila, no valía meter monedas como un loco. Los pro continue argumentaban que el que está jugando decide cuándo se retira y mientras le quede dinero puede estar jugando todo el tiempo que quiera. Evidentemente, aquello se resolvía de la misma manera que en el mundo de los adultos: bombardeando a ostias a esos pequeños bastardos.
Aunque parecía que el debate estaba zanjado, volvió a salir a la luz, como si fuera la segunda guerra del Golfo, el día que descubrimos que después de ganar el título en New York volvíamos a pelear otras cuatro veces, pero esta vez en Tokio. Hasta que no obtenías los dos títulos, no podías considerarte campeón, así que hubo mucho cachondeo con los que solo lograban el título de New York sin continues. Pocas humillaciones hay más grandes que presumir de haber logrado algo a medias. Creedme, por mucho menos la gente ha acabado disparando a sus vecinos desde un campanario con un rifle.
Aunque parezca increíble, con sólo dos botones y el joystick se lograba crear un arcade devoramonedas. La gracia del juego era que capturaba muy bien, al menos a nuestros ojos, lo que representaba el wrestling. Cada luchador tenía su personalidad, sus gestos, sus movimientos especiales y sobretodo, su actitud sobre el ring. Sé que suena difícil de entender cuando hablamos de un juego de hace 25 años, pero ahí lo tenías: la lentitud del Poli Loco, los movimientos pélvicos de Honky Tonk, la velocidad de Macho Man, el salvajismo del Último guerrero, la conexión del público con Hulk Hogan, todo aquello estaba allí puesto para nosotros, los fans.
Al tiempo, acabamos desterrando el pressing catch de nuestras vidas y eso sucedió aquella tarde en la que corrimos al salón recreativo para ver qué nueva máquina habían traído, pero esa es otra historia.