ANALIS DIS: RED DEAD REDEMPTION (CON SPOILERS)

Todavía me dolían las costillas por el ataque de aquél maldito puma, «¿Quién coño me mandará a mi salir a cazar a estas horas?» me reproché enfadado. Aunque era consciente de que más que un divertimento aquello era una necesidad, no podía engañarme al no reconocer que sentía cierto placer cuando un halcón caía en picado tras ser abatido por mi revolver.

El que peor había salido parado de aquél enfrentamiento era mi pobre y fiel caballo que ahora mismo era carroña para los buitres. Eran las 4 de la madrugada, la lluvia me impedía ver más allá mis propias narices y por primera vez en mucho tiempo se me pasó por la cabeza que mi historia iba a terminar aquí en medio de la nada en la ribera del Río Lobo.

Unas ligeras naúseas me invadieron, no porque nunca hubiera buscado transcendencia histórica o porque no me pareciera un final suficientemente heróico ni digno; si no porque mi muerte significaba la de aquellos a los que más amaba. Mientras seguía caminando con el suficiente cuidado como para que ningún otro maldito bicho me quitara el poco aliento que me quedaba, vi una luz en medio de la tormenta. Me acerqué con cuidado, porque en el maldito viejo oeste nunca sabes si una luz va a suponer tu salvación o tu muerte.

Era un pequeño campamento formado por tres personas sentadas alrededor de una buena hoguera. Me invitaron a sentarme y me pasaron una taza de café caliente.

«Encantado de conocerles. Gracias por el café; mi nombre es Marston; John Marston«.

Aunque no me considero un hombre parco en palabras, no suelo revelar mi pasado a cualquiera, más que nada porque todo el mundo tiene cierta tendencia a juzgar de antemano, pero esta gente se había ganadao mi confianza con creces fundamentalmente porque les hubiera resultado enormemente sencillo desvalijarme y dejarme tirado allí en medio, así que accedí a saciar su curiosidad.

«Miren, yo no soy como ustedes. Yo no soy buena gente. He cometido errores en el pasado que a día de hoy me persiguen, pero sí que creo en las segundas oportunidades. Y estoy aquí porque creo que merezco una.»

Noté que en sus rostros el miedo hacía aparición en forma de pequeñas arrugas entre las cejas.

«Tranquilos. Ya no soy así. Hubo un tiempo en que creí en un código de conducta. Nunca hice daño o robé a aquel que no lo mereciera… hasta que me di cuenta de que yo no era quién para juzgar quién merece o deja de merecer nada. La edad, supongo».

«¿Entonces está aquí para comenzar una nueva vida?»

«No. Estoy aquí para poder continuar con mi nueva vida. Tienen a mi familia. A mis niños. Y me obligan a asesinar al que un día consideré mi hermano.»

«¿Quién le obliga?»

«Aquellos que tienen poder para hacerlo. Créame, si por mi fuera no me metería en estos problemas. Yo sólo quiero ser un humilde granjero».

«Perdone que le diga amigo, pero no tiene usted pinta de granjero»

«Imagino que no, pero es lo que quiero ser… una vez que haya acabado con ese maldito, podré volver con mi familia».

«Dijo usted que es como su hermano…».

«Lo era. Pero el poder le ha vuelto loco. Además, tampoco es que tenga elección ¿no cree?».

Seguimos charlando un rato; me hablaron de lo mal que estaban las cosas por el sur, en el que el pueblo se estaba alzando en contra de un gobierno totalitarista y de cómo aquella situación les recordaba a la que habían vivido nuestros abuelos… cuando el Oeste era un lugar mucho más honorable aunque también más salvaje y despiadado. Debatimos sobre la reciente industrialización de la zona y de cómo el tren había mejorado nuestras vidas en la misma proporción en la que la había estropeado. Les conté una anécdota de un hombre que había conocido que estaba construyendo una máquina para volar, reimos y seguimos contando historias de la gente más loca que nos habíamos ido cruzando por el camino.

Sin embargo, cuando terminé de contar la historia de Sam, el hombre que perdió la cabeza tratando de encontrar las playas de California, la tristeza nos llevó de la mano hasta un silencio sepulcral con destino a un reparador y más que necesario sueño.

Abandoné el campamento con las primeras luces del Alba, que gracias a Dios hacían presagiar que la tormenta ya había pasado y como siempre las vistas desde el sur de «Lake Don Julio» me sobrecogieron por su belleza, extensión y porque posiblemente eran las últimas de una estirpe en extinción; la maldita industrialización pronto acabaría con todo esto aunque con un poco de suerte yo ya estaría muerto para cuando aquello ya sucediera.

Pensé en domar uno de los caballos salvajes que rondaban el campamento, pero decidí que el esfuerzo no merecería la pena y que a fin de cuentas caminar no me vendría mal del todo. Así, reflexionando de camino a Armadillo llegué a la conclusión tras sufrir el ataque de una manda de lobos y de ayudar a una diligencia del ataque de unos bandidos, que en el oeste no hay nada más peligroso que el propio Oeste y que sin lugar a dudas el tamaño de una ciudad era un reflejo del la magnitud de la estupidez de los que la habitan.

«Las ciudades grandes no pueden traer nada bueno, la gente pierde el carácter y se acomoda más de lo necesario y busca gente como yo que les solucione los problemas. Y encima pagan una mierda y por eso tengo que salir cazar» mascullé entre dientes.

Dejé de hablar sólo mientras entraba en la ciudad, porque no quería que mi reputación se viera afectada; a fin de cuentas mi reputación me estaba permitiendo seguir conociendo gente que me acercara a mi objetivo final, mi redención, mi venganza.

De camino a la tienda un imbécil tuvo la osadía de retarme a un duelo y lo pagó suficientemente caro.

Vendí las pieles, las plumas, los colmillos y la carne que había recolectado la pasada noche y con ese dinero compré un par de telas en la satrería, un nuevo caballo, munición, y un ungüento médico que aliviara el dolor. Como me sobraban unas monedas me acerqué al salón a tomar un trago de Whisky y jugar al poker.

Borracho y arruinado, subí las escaleras y me fui a la cama.

Al día siguiente, de camino hacia la frontera con Méjico, un tipo me pidió ayuda para que le acercara hasta «Las Hermanas»; cuando estaba a su altura el muy cabrón me tiró del caballo y se largó con él.

Me levanté diciendo que no con la cabeza como queriendo renegar de mi estupidez, quité el polvo de mis sombrero contrariado pensando en que quizá la ciudad me estaba ablandando también a mi y me limité a silbar. Mi caballo volvió sólo, mientras que el idiota yacía en el suelo a unos 20 metros.

Monté de nuevo y al pasar a su lado enganché su pierna con mi lazo, lo arrastré doscientos metros hasta lo alto de una colina; me bajé del caballo y lo empujé colina abajo. Tras darse un buen número de golpes dió con sus huesos en las frías aguas de Río Bravo. El muy inútil no sabía nadar, así que en esta ocasión no pudo aprender lección alguna ya que murió ahogado. «Debería aprender a nadar» pensé… «Cualquier día de estos acabaré como este idiota en el fondo de Río Lobo».

Estando allí arriba me vino a la mente uno de mis mapas del tesoro y me pareció que lo que ante mis ojos se presentaba me resultaba familiar. Saqué el mapa. Efectivamente aquella colina y aquella tienda de campaña delataban la posición marcada en papel con una X y tras diez minutos de bísqueda representada antre mis ojos en un montón de pequeñas piedras blancas bajo las que se escondía un pequeño cofre. «¡Oro!» Exlamé al abrirlo. «Vaya; después de todo hoy no está siendo un mal día» pensé ya de manera más calmada y bajando el tono que pudiera alertar a posibles bandidos. «Tengo que hacerme con un disfraz de buscador de tesoros» pensé… así pasaré desapercibido.

Ya en Méjico cometí la imprudencia de entrar en la prisión buscando ayuda, motivo por el que las autoridades de manera instantánea pusieron precio a mi cabeza por «allanamiento de morada». Huí a lomos de mi caballo y en la ciudad de «Chuparosa» entregué en la oficina de correos y telégrafos una carta de indulto dirigida al Gobernador para que me «redimiera de mis pecados», si no hubiera tenido la carta, 20 dólares hubieran sido suficientes para ser perdonado con un giro en la oficina de correos y telégrafos. Estos Mejicanos eran unos desalmados hijos de puta a medio civilizar, pero por lo menos resultaban ser baratos. Sabía que en el futuro, este asentamiento me iba a resultar imprescindible, por lo que decidí comprar una habitación en el hostal del pueblo.

Un poco más al noroeste me esperaba el bueno de Landon Ricketts, que había prometido enseñarme nuevas técnicas de manejo del Revolver. El otrora «Héroe y Forajido de Leyenda» se hallaba tan sólo a media jornada de viaje pero como estaba cansado de esperar, decidí tomar la diligencia para evitarme los peligros que siempre acechaban en medio de la noche, podría haber cogido el tren, pero no me apetecía esperar en la estación a que aquel maldito montón de hierros hiciera su aparición.

Eché de menos viajar a cielo abierto, sobre todo en una noche tan estrellada que otorgaba al valle un color especial y tornaba las nieves del norte de un azul grisáceo, pero aún así calé mi sombrero y me dispuse a dormir hasta que el tren llegara a su destino a las 9 de la noche con la esperanza de que entre tanto quizá soñaría con mi familia, aquella con la que si todo iba bien, un día volvería a reunirme.