COLGADO
Se conocieron en el instituto y ya se escondían para ir a hacer pipí. Iban a la misma clase y de pronto, por arte de birlibirloque, se enamoran y deciden relacionarse de una manera más estrecha. Con la cercanía y los tocamientos por bandera. Eran jóvenes y apuestos, vivían por encima de sus posibilidades. Él era el rebelde sin causa, se sentaba al final de la clase y su compostura hacia el mundo era de indiferencia contenida. Ella era la bella de la clase. Cacareaba a los cuatro vientos cardinales sobre su incipiente carrera como modelo profesional y azafata de altos vuelos. Su mayor hito había sido entregar un premio al ganador de una etapa de una Vuelta Ciclista de ámbito regional, y por lo tanto aparecer en diversos medios de comunicación.
Dentro del plan de relaciones enamoradizas invierno-primavera 1997/98 había trazadas una serie de señas informativas que solamente conocían ellos, cuyos significados englobaban una amplia gama de registros, oscilando entre «no subimos a clase», «el bocata de jamón» y «comida de nabo». Esta última seña, siempre según filtraciones realizadas por los más cercanos a la pareja, no terminó de cuajar pero al menos se intentó.
Un buen día él utilizó la seña informativa «no subimos a clase» y fueron a tomar el sol al parque. Ella le pidió que cantara de nuevo «November Rain» y muy gustosamente él accedió a las peticiones del púbico. Ella, aún pija y estirada, poseía una amplia información y sapiencia musical, dado que el padre de la criatura era un rockero al estilo Miguel Rios y se crió entre vinilos de la pocas veces recordada Plastic Ono Band.
Pero claro, al comenzan a entonar ese mítico tema de Guns N’ Roses, voz gatuna de Axl incluída, ocurrió lo que tenía que ocurrir: se puso a llover. Ella con la permanente recientemente realizada, ¡qué fatalidad!. ¡Tendrían que buscar un lugar seguro y esperar a que amaine!. A 50 metros aproximadamente había un salón recreativo de barrio, con un par de futbolines, alguna arcade con cierto glamour, el clásico Tetris y ya comenzaban a aparecer las primeras máquinas con consola en su interior.
Ella no parecía muy convencida de pasar ahí el rato, videojuegos… qué aburrimiento. ¡Oh el Tetris!… ¿una partidita?. Echaron un pequeño vicio a la mítica creación diabólico-rusa y quedaron muy contentos por terminar empatados. En el amor hay que realizar de vez en cuando ciertas concesiones de cara a la galería.
Pero… ¡oh albricias!, ahí estaba la máquina, con media moto, sillín incorporado y frontal con pantalla. Majuestuosa a su manera. Nada más y nada menos que la mítica Super Hang-On de SEGA.
A él entonces se le ocurre la idea del siglo, del milenio. Vaya triunfada chaval. Quiere echar una partidita a Super Hang-On, aunque se defendía bastante mal en el mundo de las dos ruedas. Todavía recuerda por las noches, entre fríos sudores, las caídas sufridas de pequeño con la bicicleta. Bien volvamos al momento, imaginen sin ver la tele. Él se acerca, se sube a la arcade, mete la moneda… posiblemente en pesetas, se vuelve y le dice a la muchacha:
– «Venga sube que te llevo».
A día de hoy no se sabe muy bien, o sí, que es lo que pasó por la mente de aquella bella muchacha, incipiente modelo repartidora de premios en Vueltas Ciclistas, aquella lluviosa mañana de Abril. Cuando en el mes de Abril llovía, previo ventoso Marzo. Pero su rictus se volvió rígido, se quedó más tiesa que un palo, la mirada perdida en el horizonte infinito. Un horizonte generado con una distancia de dibujo que ni con la NVidia más potente del mercado actual se podría dibujar. Quizás con vóxeles… ¡sí eso es, un horizonte voxelizado vió!. Y seguidamente, mirando al muchacho suavemente, a cámara lenta, con un poco de bloom y anisotrópico a tope, le dijo:
– «Perdona, tengo que irme».
La historia entre ellos concluye sin motivo aparente pocos días después, de manera unilateral, sin dar muchas explicaciones sobre aquella extraña reacción. Unas semanas después ella había encontrado consuelo, cariño y comprensión (por este orden y no otro) en su anterior novio. Un tipo apuesto que venía a buscarla al instituto en su flamante moto Honda CBR de 1000cc, enjuto y mojigato en su mono de cuero y botas que le hacían un palmo más de alto. Camarero de discoteca, limpio y de buena familia.
Pasaron los meses. Los inviernos vinieron y se fueron, las hojas cayeron, los años y las canas también. Y aquel muchacho de vez en cuando recuerda aquel suceso con cariño y añoranza. Sin rencor ni resquemor… y según aseguran los más cercanos al muchacho, termina mascullando una frase a veces ininteligible:
– «¡Ay si Super Hang-On hubiera tenido grafikazorls actuales!».